Caerás asesinado por la mano de tu noveno hijo

Después de unos minutos en trance, la anciana escupió en la cacerola mugrienta que tenía a sus pies. El rancio olor a madera podrida y a cemento nuevo distraía el calor infernal en el feo tugurio en que nos había metido Gómez. “A mí me salió lo que esa bruja predijo”, había jurado, y le habíamos seguido la corriente.

El turno era mío, y después de su escupitajo ritual, la anciana me miró a los ojos y dijo: “caerás asesinado por la mano de tu noveno hijo”.

No pude controlar la risa, así como ninguno de mis compañeros, los mismos que me habían acompañado a hacerme la vasectomía dos años antes. ¿Nueve hijos? No había forma: ni siquiera había tenido el primero.

Dejé un billete en la mesa y, aún riendo, recriminé a Gómez el tiempo y dinero perdido. “Gracias señora. Muchachos, vámonos ya…”.

Ahí, en la puerta, el recuerdo llegó a mí como un golpe. Tomé mi pecho y puse una rodilla en el piso, para así recuperar el aliento. Una memoria se me había atravesado y con ella la certeza de que mi vida cambiaría para siempre, que estaría mirando detrás de mi hombro cada día por lo que me quedara de vida…

Recordé que hace un lustro había donado esperma.