Möbius

Sunil, como pocas niñas de su edad, iba a la cama a la hora que sus padres le decían. Procuraba dormirse lo más rápido posible, para así poder escapar a ver a su amigo al otro lado de la ciudad.

Atravesaba corriendo el jardín del ayuntamiento y la pequeña playa artificial del parque comunal. Allí se quedaba unos minutos viendo el reflejo de su rostro; después, llegaba a la casa de Linus.

Invariablemente, descubría con pesar que no estaba.

Un día decidió dejarle un mensaje. Siguió el mismo recorrido, dejó su pequeña carta en la casa de Linus y volvió contenta a través de la playa artificial del parque comunal (donde se detuvo unos minutos a ver su reflejo) y del jardín del ayuntamiento. Al llegar a casa vió con sorpresa que ya Linus había respondido. La respuesta estaba escrita en unos garabatos que se le hacían familiares pero indescifrables. Esto no impidió que Sunil le siguiera escribiendo.

Por años, al irse a dormir, se escapaba y le escribía acerca de su día a su amigo al otro lado de la ciudad en cartas que al regresar, ya veía respondidas. Se imaginaba lo que dirían las cartas de su amigo, hasta que empezó a entenderlas. Cada problema que surgía y cada ansiedad que la consumía se veían aliviados en los mensajes que recibía de vuelta.

Le aprendió a querer mucho por eso.

Años después, Sunil descubrió que su mundo era una cinta de Möbius,  “el otro lado de la ciudad” no era más que su antípoda invertida y los garabatos de Linus eran su misma letra, irreconocible porque la veía en sentido contrario.

Su amigo, su soporte, su conexión inmaterial, no era más que ella misma en un mundo al revés, devolviéndose mensajes tal como lo hacía con el reflejo de su rostro la playa artificial del parque comunal.

 


Notas: