Panóptico

Uno de los reclusos rasca su oreja izquierda mientras, en un gesto aprendido de distracción, acaricia una fisura en la pared.

Treinta grados en el sentido contrario de las manecillas del reloj otro interno golpea su cabeza contra los barrotes que lo separan del abismo. Una espesa baba de sangre cae de su boca, posiblemente por haber mordido los barrotes en desesperación por centésima vez.

A las seis y treinta (en el sentido de la posición de la torre central) otro reo, temeroso de los ojos que siempre lo ven, intenta leer lo único que se permite en la prisión: un largo y detallado conjunto de reglas, todas concordadas con su respectivo versículo.

El calor en sus celdas podría cortarse como un bloque de grasa. El tedio también.

Desde la torre central los vigilo.

Soy todos los prisioneros: el ladrón, el lascivo, el mentiroso, el corrupto.

Jamás ninguno se me volverá a escapar.