Sinestesia

Víctor cargaba abastos en la galería de cuatro de la mañana a dos de la tarde. Era un hombre poco educado, tosco en apariencia, callado  y bondadoso.

Y oía en colores.

Los apacibles sonidos que dan inicio al día eran amarillo para sus ojos. Con ese filtro ámbar compartía el primer café de la mañana con sus compañeros, hasta que de un momento a otro todo se volvía rojo, lo que anunciaba la llegada del iracundo patrón.

Jamás entendió por qué los demás no veían lo que él veía: los edificios se pintaron de verde olivo aquella vez que una mujer gritó de miedo cuando la asaltaban en la esquina; su cuarto matrimonial encendía un inexplicable arcoiris en las noches de cariño y pasión; y en los días de pago, cuando esperaban por horas afuera del edificio de tesorería, las piezas de dominó se pigmentaban de un aburrido tono violeta.

Víctor no entendía esto como un don: era solo algo que le pasaba y no podía explicar. Era un hombre simple que no se preguntaba esas cosas. Solo sentía. Sentía solo.

Una tarde que caminaba por el centro de la ciudad con su hijo en brazos, pasaron frente a la catedral en donde, en un imperdonable descuido vicarial, se interpretaba una obra profana de Bach. La mano del pequeño Nicolás apretó la de su padre, mientras con sus dedos señalaba al cielo y los edificios con las pupilas dilatadas y ojos muy abiertos, a carcajadas chiquitas y un éxtasis infantil que duró lo que la música.

Víctor sonrió y apretó de vuelta la pequeña mano mientras compartían los colores. Ya no (se) sentía solo.