Obituario para el hombre decente

Hace unos días escribí una historia enmarcada en la escencia del Ubi Sunt, una figura transversal a muchos escritos del medioevo en la cual se medita acerca de la mortalidad y la trascendencia de la vida, y cuya forma más común es algo como «¿a dónde fueron los que estuvieron antes aquí?» y «¿a dónde se fue la alegría?».

Hoy, este motivo es palpable en un sentimiento que subyace en el pensamiento de los que observamos atónitos cómo la mentira y la corrupción es la nueva normalidad en la forma como se practica la política, tanto a nivel local como global. Nuestro nuevo Ubi Sunt es ¿a dónde se fueron los hombres decentes?.

¿Queda esperar algo de ética de parte del indecente?

Hace un par de días vi un video compilatorio de todas las veces que un político local había dicho, de todas las formas posibles, que las acusaciones que se le hacían por corrupción eran un montaje de sus opositores, una vil canallada de sus enemigos políticos; lo hacía mirando directo a la cámara, convencido y convincente. Unas semanas después lo escucharíamos confesar ante un juez su concusión en un entramado multimillonario nauseabundo, confesión en la cual incluyó delación a sus asociados, a los que antes defendía como «víctimas, como yo, de una terrible persecución» y ahora delataba como cómplices.

Me parece importante entender qué pasa por la cabeza de alguien que es capaz de mentir así. Lo que creo es que el mero principio de lo que llamamos decencia no les importa. La indecencia hace parte de su espíritu, de su sustancia como individuo; aunque en el espíritu liberal que flota en nuestros días nos permite admitir cierto grado de amplitud en opiniones frente a conceptos morales, la línea de la decencia trasciende el concepto de la moralidad del individuo y permite la irrupción del contrato social en su esfera ética, sobre todo cuando este ostenta una figura de poder.

Corruptio optimi pessima: la corrupción de los mejores es la peor tragedia

La historia humana está plagada de claros (y muchos) ejemplos en donde el ejercicio del poder pareciera demostrar, por inferencia estadística simple, que es ajeno a la integridad. Y ahí es donde radica la tragedia: de quienes dominan esperamos dominio de sí mismos, que pareciera es justo lo que no tienen. Una vez se prueba un sorbo de corrupción, pasa como un lobo que ya probó sangre humana, y el límite que antes había, porque los que elegimos creer que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe también creemos que en algún momento hubo un límite, se va desplazando poquito a poquito.

Pero tengo esperanzas: hemos sobrevivido como especie épocas más oscuras y más violentas. Los procesos civilizadores que ahora dan a gran parte de la humanidad agua potable, un techo seguro, algo de consciencia frente a los desprotegidos y las minorías y cierto control al ejercicio público pueden que nos lleven lentamente al destierro de la corrupción y al regreso de la decencia. El fastidio que nos causa la indecencia y el hartazgo de la perversión puede que nos lleve como especie a generaciones que no desplacen sus límites tan fácilmente como la nuestra y las que nos antecedieron.

Por ahora, seguiremos de pié, frente a un paciente terminal, recitando como en una orazión el Ubi Sunt de nuestros días: ¿a dónde vas, hombre decente?, resistiendo y esperando.


*La pintura que ilustra este artículo se llama The Dying Valentine Godé-Darel, de Ferdinand Hodler, simbolista suizo, 1914.