Deconstrucción

Los vidrios son los primeros que ceden a la implosión, volando como proyectiles hacia la calle. La mampostería se vuelve polvo, la madera se astilla, mientras el hierro se dobla con una queja ruidosa y agónica. Los pernos que salen volando de los refuerzos estructurales no se alcanzan a ver por el polvo que se levanta al caer el edificio.

Así, uno a uno van cayendo como fichas de dominó, rendidos a un automóvil que pasa sin prisa por calles que a su paso también quedan horadadas y maltrechas.

En el auto, una pareja. La cabina tiene su propia presión, y el aire contiene gruesas partículas (visibles, incluso) de emociones condensadas, compactas y dulces. Emociones urgentes, rojas.

Ella en el asiento del copiloto, con la mano de él en las suyas. Mientras lleva a sus labios la mano del hombre que maneja sin concentración ni afán, el mundo a su alrededor va desapareciendo colapsando edificios, doblando árboles y hundiendo andenes. La ciudad no se resiste a su paso, y adentro ninguno de los dos se da cuenta de la existencia del resto del planeta y solo saben sentir lo que allí se respira.

Unos segundos después se ve por el espejo retrovisor la ciudad intacta, que se deconstruye y reconstruye porque es claro que la urbe existe solo para aquellos que hayan elegido verla.

Y ellos, en el auto, no saben de nada exterior. Solo que por segundos se quedan sin respiración, y que el polvo de la deconstrucción se tiñe de emociones urgentes, rojas, y de olor anticipado a saliva.