28 Ene 2017
enero 2017

27 Ene 2017
Desarrollando el Pensamiento Estratégico
En la estructura orgánica de mi empresa he peleado mucho con la diferenciación de cargos y salarios, de tal forma que sea lo más justo para el trabajador y ajustado a la realidad de su aporte al desarrollo de los objetivos institucionales.
En esto último encontré una epifanía hace ya un tiempo: descubrí que la realidad del aporte del director, gerente o líder a la empresa estaba ligado directamente a su capacidad de desarrollar un tipo de pensamiento distinto al que se requiere en áreas plenamente operativas: era el pensamiento estratégico.
Elevarse para ver mejor
Si se me permite la analogía, quien piensa estratégicamente es capaz de subirse a un helicóptero y ver el bosque desde la altura: desde ahí podrá ver caminos escondidos, preveer incendios y hacer un diagnóstico mucho más amplio que si se quedara en tierra.
Y esta habilidad es invaluable en la empresa: es lo más cercano a tener un brujo con una bola mágica capaz de ver el futuro. Y es que lo ven: en el área de Investigación y Desarrollo lo he visto en quienes trabajan con Big Data (el análisis de conjuntos masivos de datos que permiten inferir tendencias y calcular proyecciones); en Mercadeo y Ventas en quienes son capaces de poner metas realistas que después puedan ser disgregadas en matrices de productos, precios y plazas que realmente puedan cumplirse; en Servicio al Cliente en quienes pueden ver más allá de un indicador de gestión de satisfacción, para anticipar las necesidades de un cliente al punto que no sea necesaria su intervención, en una actitud proactiva que rara vez se encuentra.
En general, en las escalas de valor organizacional, sin duda, el desarrollo del pensamiento estratégico debería estar en el punto más alto de las prioridades.
¿Se nace o se hace?
Ahí está el quid del asunto: ambas son una realidad. He visto jóvenes empresarios y trabajadores que gozan de esta rara virtud. De alguna forma que ni ellos pueden explicar, preveen algo que a nadie se le ha ocurrido, encuentran un patrón invisible para los demás, y no es raro que dejen confundidos a todos en la reunión con cara de «¿y a este cómo se le ocurren estas cosas?».
Pero hay otros que lo logran a través del ejercicio juicioso del análisis y el «subirse al helicóptero» a ver lo que no es posible desde el suelo. Siguiendo con mi analogía del bosque, al estar a ras de tierra vemos grandes troncos, enredados caminos (si es que hay uno), ramas y vegetación frondosa. Todo eso desaparece al elevarnos y subir más a allá de las copas de los árboles: de pronto aparece un camino que no habíamos visto, un peligro cercano camuflado en el follaje o un necesario y aliviador oasis a solo unos metros.
En la realidad institucional, y para los gerentes de ventas y mercadeo, consiste en ver desde la meta de ventas cuáles mecanismos permitirán alcanzarla; en áreas de gestión y operativas es más importante encontrar un patrón en la eficiencia asertiva y la utilización óptima de recursos; en tecnología, no tengo la menor duda, montar al usuario y al resultado final esperado en el helicóptero y ver desde ahí la distancia desde el punto inicial al esperado oasis; y así, en general, cada área de la organización necesita una dosis de pensamiento estratégico que alivie su carga y mejore la gestión.
Una noticia buena y una mala
La buena noticia es que una vez se desarrolla este tipo de visión corporativa, los resultados se ven casi de inmediato. La mala es que encontrar patrones, diferenciar lo urgente de lo importante, desarrollar habilidades predictivas, enfocar los resultados causales de las correlaciones, meterle creatividad y priorizar sin meter la pata (en la menor cantidad de ocasiones posible) requiere de mucho trabajo (si no ha nacido con ellas) y un ambiente corporativo que permita su desarrollo.
Con ello, en la jerarquía institucional ya no será tan difícil encontrar su lugar, y subir en ella será orgánico y natural. Por lo menos en la mía.

25 Ene 2017
Color blind
La acromatopsia empezó a fracturar la comunicación entre mis ojos y mi cerebro. Ya no veía bien los colores.
A algunos el proceso los enloquece, pero adiosgracias gocé de la curiosidad suficiente para observar sin pánico cómo los colores primarios, el rojo, el verde y el azul, se iban yendo uno a uno.
Primero se fue el rojo, llenándome de una sensación fría, como de madrugada perpetua. Una sensación estética distinta, pero “lo hermoso deja de serlo cuando dura tanto: solo noté su partida cuando ya no estaba”. Así lo anoté en mi libreta.
La ida del color verde fue menos agradable: todo lucía plástico, como envuelto en linóleo, como de mentiras. «Siento que todo es falso», anoté.
Un par de años duré viendo todo en gris: la enfermedad se había instalado al fin y alcancé a abrazar la idea de ser feliz a pesar de no poder ver ningún color.
Pero me trajeron de vuelta.
«Volvió el rojo, pero solo», fue lo que anoté en un corto periodo de conciencia, que supongo fue antes de partir.
El rojo trajo consigo los demás colores. Con ella y mi llegada a la otra orilla, lo hermoso volvería en cualquier momento.
Nota: este cuento está publicado en mi Asalhí.

12 Ene 2017
Primos gemelos
(3, 5), (5, 7), (11, 13), (17, 19)…
Vladimir no dejaba de mirar la pantalla… ¿por qué no lo había visto antes?
«Yo tenía cinco y ella tres, según esas fotos de mi papá. Hay otra foto dos años después. A los trece volví a encontrarla… y ella tenía once. Fuimos novios a mis diecinueve, teniendo ella diecisiete»…
El patrón era obvio para él, graduado en matemática aplicada. Simplemente que de ser tan evidente, la coincidencia escapaba a toda lógica: él y Fabiana no solo eran primos. Eran primos gemelos.
Rebrujó en Wikipedia la teoría de Stäckel: los primos son los que solo pueden dividirse por sí mismos. Y los primos gemelos son los que están juntos unos a otros, por una diferencia de dos, y entre más altos, más difícil encontrarlos.
Volvió a mirar a la pantalla:
(17, 19), (29, 31), (41, 43), (59, 61), (71, 73).
¿Se volvería a encontrar con ella a los treinta y un años? ¿Y a los cuarenta y tres? ¿Qué pasaría después de los setenta y tres entonces?
Vladimir suspiró. Y esperó. Fabiana había muerto a los dieciocho, pero según la teoría de Stäckel sobre los primos gemelos, cuando volviera a verla ella tendría veintinueve.
“La matemática no falla”, sollozó esperanzado.

10 Ene 2017
Ruperto
Ruperto. Ese fue el nombre que me puso mi padre, que me abandonó siendo muy pequeño. Odié mi nombre desde que entendí que a donde fuera sería una burla.
Como la primera niña que me regaló una sonrisa. Me le acerqué en la cafetería del colegio y la saludé con un breve “hola, soy Ruperto”. Su risa se amplió y dejó de ser pícara, hasta verse burlona. Entonces fortalecí mi corazón para soportar la negativa de las mujeres y su posterior mofa.
O como la primera pelea con el grandote del colegio. Me defendí a golpes y patadas. La primera vez no salió bien, la décima sí y a partir de ahí me aprendieron a respetar.
Por eso decidí buscar al maldito que me puso este nombre.
Caminando por las veredas y recorriendo las plazas de los pueblos cercanos lo encontré. Mi padre estaba en una fonda y al verme dejó claro que sabía que venía por él. Una buena trompada fue mi “hola” y, defendiéndose de la salvaje andanada, me respondió con varios golpes.
La pelea fue fiera, sin cuartel: maltrechos y adoloridos, finalmente prevalecí. Encima de él, me apresté a dar mi golpe final.
Entonces, él dijo:
“Ruperto, yo sabía que no iba a poder estar ahí para ayudarte con la vida. Por eso te puse ese nombre que te fortaleció, que te enseñó a defenderte, a protegerte tanto de bárbaros hombres como de coquetas mujeres. ¿Ya me entiendes?”.
Tenía sentido. El truco de mi padre había funcionado: reemplazó su presencia por un nombre feo. Con eso me hizo hombre.
Eso lo pienso ahora porque en aquel momento, preso de la furia, hundí mi machete en su pecho mientras le gritaba, con ojos enrojecidos, “¡Rupertooo!”.
30 Ene 2017
11 + 5 consejos para escribir
Llevo algunos meses trabajando en un par de proyectos literarios propios (una novela y una colección de cuentos), pero la indisciplina me ha pasado factura.
Por ello he encontrado inspiración en un montón de libros de escritores muy famosos que cuentan su rutina para escribir.
Estos 11 mandamientos de Henry Miller, me han parecido de lo mejor que he leído…
Creo que estos mandamientos del prolífico Miller pueden resumirse en «ten un plan y concéntrate». Pero…
Yo le añadiría unos tips que me han funcionado…