Hace algunos días escuché, maravillado, una historia sobre un pueblo valiente que se levantó contra la corrupción, la enconada lucha que libró y la heroica victoria de su gente. En la narración viajé por mar, río y selva con discursos, argumentaciones, arengas y cantos invadidos de desazón, orgullo, miedo y esperanza.
La historia no la reproduciré yo, porque no es mía, y algún día seguramente será contada. Pero me reafirmó la importancia de aprender a narrarlas.
De adolescente me impresionó aquella línea de Sartre en donde describe a un hombre francés cruzando la calle en una mañana parisina con su baguette bajo el brazo y el periódico de la mañana doblado en su mano; la sencillez de la escena y su cotidianidad no le impidió recrear una historia donde no era visible una.
Todos deberíamos aprender a contar historias, a reconocer héroes en anónimos cantares colectivos o en transeuntes ensimismados, a rescatar enseñanzas en lo improbable o en el mismo caos de la confrontación ordinaria darle propósito al día y así ofender al olvido.
Chinua Achebe, el escritor nigeriano, decía que las historias que quieren ser contadas necesitan del agitador («el hombre del tambor y la corneta»), el guerrero («que con su lanza hiere y desangra al fluir natural del las cosas») y el contador de historias. Este último le da sentido al grito del primero y el sacrificio del segundo.
¿Cómo? A través de la escritura, la narración, la música o la pintura. Suena un buen propósito para un día que amanezcamos sin él: descubrir una historia, grabarla en nuestra memoria y traspasarla después.
¿Qué tal que el hombre francés use la baguette para blandirla como una espada para defenderse de la insistencia de su arrendador? ¿O que el canto ancestral del pueblo valiente y sabio que repelió la perversión sea manual para más insurrecciones pacíficas?
No hay historia pequeña. Pero si nadie la cuenta, ¿qué le impide al olvido reclamar su presa?
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9 Nov 2016
De la importancia de narrar historias
Hace algunos días escuché, maravillado, una historia sobre un pueblo valiente que se levantó contra la corrupción, la enconada lucha que libró y la heroica victoria de su gente. En la narración viajé por mar, río y selva con discursos, argumentaciones, arengas y cantos invadidos de desazón, orgullo, miedo y esperanza.
La historia no la reproduciré yo, porque no es mía, y algún día seguramente será contada. Pero me reafirmó la importancia de aprender a narrarlas.
De adolescente me impresionó aquella línea de Sartre en donde describe a un hombre francés cruzando la calle en una mañana parisina con su baguette bajo el brazo y el periódico de la mañana doblado en su mano; la sencillez de la escena y su cotidianidad no le impidió recrear una historia donde no era visible una.
Todos deberíamos aprender a contar historias, a reconocer héroes en anónimos cantares colectivos o en transeuntes ensimismados, a rescatar enseñanzas en lo improbable o en el mismo caos de la confrontación ordinaria darle propósito al día y así ofender al olvido.
Chinua Achebe, el escritor nigeriano, decía que las historias que quieren ser contadas necesitan del agitador («el hombre del tambor y la corneta»), el guerrero («que con su lanza hiere y desangra al fluir natural del las cosas») y el contador de historias. Este último le da sentido al grito del primero y el sacrificio del segundo.
¿Cómo? A través de la escritura, la narración, la música o la pintura. Suena un buen propósito para un día que amanezcamos sin él: descubrir una historia, grabarla en nuestra memoria y traspasarla después.
¿Qué tal que el hombre francés use la baguette para blandirla como una espada para defenderse de la insistencia de su arrendador? ¿O que el canto ancestral del pueblo valiente y sabio que repelió la perversión sea manual para más insurrecciones pacíficas?
No hay historia pequeña. Pero si nadie la cuenta, ¿qué le impide al olvido reclamar su presa?
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