Gracias

Me levanté como muchas otras mañanas antes del amanecer. La misma rutina: buscar las sandalias con la linterna del teléfono, caminar a la cocina y preparar el café. Un poco de crema dulce fría, porque quién tiene tiempo para un tinto hirviendo, y con el sonido del colador cambiarse para salir a correr.

Un poco de café antes de trotar no cae mal, como muchos piensan. Quita el sabor a saliva de la mañana y es amable con la garganta, a diferencia del corrientazo de una bebida congelada.

La cotidiana pelea con los audífonos enredados posterga el sprint inicial, y lo convierte en una caminata que el cuerpo, aún adormecido, agradece.

Cede la agitación del primer kilómetro a medida que las piernas se desperezan y se estiran y hacen que me olvide de su existencia. Ahora, somos solo la calle, mi respiración y una pequeña mamá guatín que acompaña en el humedal a sus hijos a la espera del transporte escolar. Alcanzo a ver cuatro, pero ya voy rápido y los pierdo de vista. Quién sabe cuántos serán.

Ya amaneció.

Al llegar de nuevo a casa, extenuado… digo bajito, para que si pasa alguien no me crea loco:

“Gracias por acompañarme hoy”.