Hastío

Gea culpaba al gobierno por el alcoholismo de su papá. Molesta, iba a la tienda de la esquina a pagar la botella con la que embriagaría la tarde.

Su padre jamás trabajó, nunca hizo nada productivo, y lo único reseñable en su vida era hacer parte de la generación perdida, prevista y anunciada por los economistas que diseñaron la transición hacia el impuesto negativo sobre la renta in extremis, en donde el gobierno pagaría el ocio.

Gea era de la tercera generación, en la cual era notable el cambio cultural: hastiados del exceso, los jóvenes sentían inclinación por las ciencias, las artes y las letras; y el espiral descendente ya había tocado fondo. La humanidad recuperaba el camino de la la virtud, la curiosidad y la elevación del espíritu. Tantas décadas de ahorro ahora se veían compensados: «El zeitgeist de la esperanza ya nos habita», decían los ancianos que pudieron alcanzar a ver los frutos de la revolucionaria apuesta hecha por la humanidad.

Aunque previsible, no dejaba de dar lástima la generación perdida, rendida a la pereza y a los placeres por no saber manejar el ocio. Gea lo sabía, por eso compraba el licor resignada, sabiendo que por su padre no había nada por hacer.

 


Nota: el impuesto negativo sobre la renta (INR) es una teoría económica defendida y modelada por personajes del calibre de Milton Friedman. Algunos filósofos han jugado con la idea de un INR extremo, en el cual se le pagaría a las personas por actividades no productivas, esperando el resurgir de las artes y la curiosidad científica. Mi posición: esto sería posible solo bajo la condición de ahorrar lo que costaría un par de generaciones perdidas, aún no listas culturalmente para el manejo de su ocio. Y habría que ver si «la curiosidad» fuera suficiente motor para la nueva generación restaurada y no la ambición (de poder, de dinero…). Este cuento juega con esa idea.