Ruperto

Ruperto. Ese fue el nombre que me puso mi padre, que me abandonó siendo muy pequeño. Odié mi nombre desde que entendí que a donde fuera sería una burla.

Como la primera niña que me regaló una sonrisa. Me le acerqué en la cafetería del colegio y la saludé con un breve “hola, soy Ruperto”. Su risa se amplió y dejó de ser pícara, hasta verse burlona. Entonces fortalecí mi corazón para soportar la negativa de las mujeres y su posterior mofa.

O como la primera pelea con el grandote del colegio. Me defendí  a golpes y patadas. La primera vez no salió bien, la décima sí y a partir de ahí me aprendieron a respetar.

Por eso decidí buscar al maldito que me puso este nombre.

Caminando por las veredas y recorriendo las plazas de los pueblos cercanos lo encontré. Mi padre estaba en una fonda y al verme dejó claro que sabía que venía por él. Una buena trompada fue mi “hola” y, defendiéndose de la salvaje andanada, me respondió con varios golpes.

La pelea fue fiera, sin cuartel: maltrechos y adoloridos, finalmente prevalecí. Encima de él, me apresté a dar mi golpe final.

Entonces, él dijo:

“Ruperto, yo sabía que no iba a poder estar ahí para ayudarte con la vida. Por eso te puse ese nombre que te fortaleció, que te enseñó a defenderte, a protegerte tanto de bárbaros hombres como de coquetas mujeres. ¿Ya me entiendes?”.

Tenía sentido. El truco de mi padre había funcionado: reemplazó su presencia por un nombre feo. Con eso me hizo hombre.

Eso lo pienso ahora porque en aquel momento, preso de la furia, hundí mi machete en su pecho mientras le gritaba, con ojos enrojecidos, “¡Rupertooo!”.