A los dos hermanos del conquistador los mató un rayo, como bien se les había advertido.
Mientras trasbordaban en la salina de Umakaha el oro que habían robado a los indígenas a una nave de mayor calado que garantizara su llegada a Granada, vieron el cielo abrirse y al mismísimo Teshub escupirles en la cara su trueno ensordecedor y rayo abrasador. El oro jamás llegó a manos del rey Fernando, quien al recibir la noticia se preguntó, por unos pocos segundos, si había rezado al dios correcto; minutos después se confesó arrepentido con el obispo.
El conquistador estaba en el Valle de las Tristezas cuando le dieron a enterar que a Hernán, el menor, la agonía le duró tres días, mientras el fuego alojado en su interior después de la descarga eléctrica le consumía sin prisa ni piedad. Francisco, el mayor, murió varias horas después, en medio de gritos de dolor e inmersiones en la salina para mitigar la fetidez de su carne chamuscada.
«Es el costo de las ochocientas esmeraldas extraídas. El cacique lo advirtió», le dijo Soleto, el guía expedicionario.
«Tonterías», alcanzó a decir don Gonzalo Jiménez de Quesada antes de que una expectoración sanguínea le impidiera seguir hablando. Hacía dos días había recibido la segunda picada de una serpiente cascabel, o «tatacoa» como le llamaban los supersticiosos.
«En este desierto las tatacoas abundan más que el oro. Vámonos, don Gonzalo.»
«No te equivoques. Aquí las serpientes somos nosotros».
Diez años después la lepra se le anticipó a Teshub y acabó con el conquistador. El dios del rayo y la venganza pensó que había sido un final justo.
Notas
El Desierto de la Tatacoa es una verdadera joya de la naturaleza. El conquistador y fundador de Bogotá (protagonista de este cuento) le llamó «El Valle de las Tristezas». De hecho, esa denominación me inspiró a escribir esto.
Espero que no se note mucho la bronca al proceso histórico de saqueo al cual fuimos sometidos en la conquista y colonización española. Decidí que mil infiernos cristianos no eran suficientes… por eso me fui por el sincretismo e invoqué una deidad hitita, Teshub, el dios del Cielo y la Tormenta.
«Aquí las serpientes somos nosotros» es realmente una confesión en la que se me fue la mano con la ficción. No creo que jamás GJdQ haya hecho esa reflexión, porque ello requeriría de su parte algo de alma.
Los dos hermanos de GJdQ (que recibió solo un título honorario de Gobernador de El Dorado) murieron realmente por un rayo en el Cabo de la Vela, en la mismas circunstancias del cuento (obvio, sin el dios energúmeno). Hernán le ayudó en la expedición por El Dorado (fracaso absoluto) y Francisco ayudó a conquistar Quito (con total éxito).
¿Qué hubiera sucedido si el rey Fernando hubiera abjurado de su filiación católica? Eso sería otro cuento, seguramente con un muy buen final. Aunque no para él.
En este lugar pongo mis notas: ideas de negocio, pensamientos en borrador, pedazos de ensayos, citas a trabajos de otros y pequeños relatos (publicados y sin publicar).
Si le gusta un cuento, por favor cuénteme por algunared social; o si alguna idea de negocios le produce dinero, me debe un café. En eso soy irreductible.
13 Jul 2017
Serpientes
A los dos hermanos del conquistador los mató un rayo, como bien se les había advertido.
Mientras trasbordaban en la salina de Umakaha el oro que habían robado a los indígenas a una nave de mayor calado que garantizara su llegada a Granada, vieron el cielo abrirse y al mismísimo Teshub escupirles en la cara su trueno ensordecedor y rayo abrasador. El oro jamás llegó a manos del rey Fernando, quien al recibir la noticia se preguntó, por unos pocos segundos, si había rezado al dios correcto; minutos después se confesó arrepentido con el obispo.
El conquistador estaba en el Valle de las Tristezas cuando le dieron a enterar que a Hernán, el menor, la agonía le duró tres días, mientras el fuego alojado en su interior después de la descarga eléctrica le consumía sin prisa ni piedad. Francisco, el mayor, murió varias horas después, en medio de gritos de dolor e inmersiones en la salina para mitigar la fetidez de su carne chamuscada.
«Es el costo de las ochocientas esmeraldas extraídas. El cacique lo advirtió», le dijo Soleto, el guía expedicionario.
«Tonterías», alcanzó a decir don Gonzalo Jiménez de Quesada antes de que una expectoración sanguínea le impidiera seguir hablando. Hacía dos días había recibido la segunda picada de una serpiente cascabel, o «tatacoa» como le llamaban los supersticiosos.
«En este desierto las tatacoas abundan más que el oro. Vámonos, don Gonzalo.»
«No te equivoques. Aquí las serpientes somos nosotros».
Diez años después la lepra se le anticipó a Teshub y acabó con el conquistador. El dios del rayo y la venganza pensó que había sido un final justo.
Notas
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