Transigir (o de la timidez de los árboles)

Hay un fenómeno interesante con algunas especies de árboles: en bosques tupidos y copas frondosas, los árboles procuran no tocar las ramas entre sí,  a lo que se le ha llamado «la timidez de los árboles» (que me parece el término más delicado y poético que se les ha podido ocurrir).

Según esa forma de verlo, el árbol se siente «temeroso, medroso, encogido y corto de ánimo» (según la RAE) frente a sus congéneres, y ello hace que impida el crecimiento del follaje que pueda tocar a sus vecinos, dando lugar a bellísimas formas, aún a costa de su propio crecimiento.

Pero la realidad botánica es un poco menos romántica: el viento entre los árboles (que hoy aprendí que tiene un nombre igual de poético) genera un roce o abrasión que termina desestimulando el crecimiento de las ramas. Tanto tiempo, tanta colisión condicionan el crecimiento del árbol.

Así como ellos, los humanos crecemos condicionados por los límites con nuestros vecinos, expandiéndonos mientras podamos y estrechándonos cuando irrumpimos el espacio del otro. Un bosque está tupido porque todos crecen al tiempo y la inequidad para llegar a la luz se compensa natural, pero inexorablemente.

Pero tal vez no sea una cosa o la otra, tal vez no sea timidez ni aversión a la abrasión: tal vez sea la transigencia que viene con la sabiduría de los años.

La intolerancia humana podrá tener muchas razones que la excusen en términos evolutivos, pero si viviéramos milenios, si al final del tiempo nos descubiéramos inmortales, veríamos cómo moldearnos y darle espacio al crecimiento del otro era la forma para ser más altos, más grandes.

Como los árboles.