A Pacca se le arrimaban los perros de la calle con la cola batiente y feliz. Le acompañaban a donde fuera, le esperaban afuera de su universidad, caminaban con ella hasta su casa.
A Tabai siempre le daban más de lo que pedía. Los restaurantes llenaban más sus platos, en los bancos la gente le ofrecía un puesto adelantado en la silla, y en las fiestas desconocidos ebrios lo abrazaban y besaban en las mejillas.
Amalia fritaba empanadas en el frente de su casa para ayudar a la economía familiar, pero de un momento a otro su negocio floreció y tuvo que ampliarse al garaje. «Ella es acogedora, aquí me siento en casa», era el comentario más recurrente de sus clientes.
Pacca, Tabai y Amalia tenían en común que compraban ropa usada en donde Jabali, quien, como era operario de una funeraria, tomaba las prendas de los muertos que iba a ser incinerados para venderlas.
Pero Jabali solo tomaba ropa de gente buena, sin saber que así permeaba de bondad a sus desprevenidos clientes.
Tiene razón, señora, soy muy joven para tener tanta fortuna.
¿Qué haré con ella? Francamente no tengo idea.
Al principio, me consumí en el frenesí orgiástico de los placeres, como cualquier ser humano que no esté en sus cabales lo hubiera hecho: sexo, drogas y alcohol me han acompañado estos meses. Ya no tanto las drogas, porque descubrí que su factura en mi cuerpo era mas costosa de lo que mi recién adquirido dinero podía pagar: las resacas eran morales y la depresión me podía matar, lo cual era un desperdicio horroroso de tantos millones en mi cuenta. Pero sexo y alcohol sí. Y mucho.
Aunque en mis ratos de sobriedad logro vislumbrar que aún soy ignorante, mi cerebro no está listo para comprender todo lo que implica tanto poder. Porque ese fue el primer descubrimiento: el dinero me daba poder, y no solo para mandar o solicitar lo que se me antojara, sino para ganar respeto. A nadie aquí le importa que apenas haya terminado el bachillerato, y nadie preguntó por mi formación en apreciación del arte cuando me llevé ese gran telar de Miró para decorar el patio posterior de mi casa en las baleares, y nadie cuestionó mis razones para hacer esa donación a la Fundación de Carniege con la cual ganaré acceso eterno a su sala de conciertos. Solo el dinero. El dinero me dio poder. Porque ahí, en esos salones de cocktails, había dinastías que contaban con la mitad de mi chequera, y me miraban con respeto.
Respeto, imagínese usted.
Soy ignorante y mi cerebro no entiende mucho todo lo que está sucediendo a mi alrededor, pero tengo la certeza de que están sacando provecho de mí, más del que se debería, teniendo en mi cuenta mi origen humilde y los rimbombantes estudios de mis asesores.
Pero no me importa. ¿Sabe por qué?
Por una droga de la cual he escuchado. No le hablo de las consumibles, señora, las que mi cuerpo no pudo recibir. En este mundo en el que ahora habito hay una droga que es peor, y a esa me da miedo sucumbir, porque en estos cortos meses he visto a muchos consumirse en ella.
Es la corrupción.
Se les ve en la cara, en sus ojos inyectados en las noches de reuniones sociales; los síntomas son clarísimos para mí, pero debe ser porque soy recién llegado: la boca pastosa, una mueca recurrente en la comisura de los labios, risas frenéticas que interrumpen el sonido de las bandas de salón… esa droga es la que consumen todos alrededor mío, y quiero conocerla, quiero saber de ella, quiero saber si debo tenerle miedo.
Tengo algunas reservas porque fui criado con otros valores, pero si eso no le importa a nadie, por qué a mí. Sospecho que debe ser más poderosa que muchas de las que he probado este tiempo, así que voy preparado.
Ya tengo el dinero, y unos escrúpulos inexistentes: creo que ya estoy preparado para la corrupción.
En el salón la música se interrumpió cuando se escucharon dos gritos de horror. Se veía a un hombre salir apresurado.
Jackes, el dueño, salió de la barra y se apresuró a la mesa en la que una mujer de rodillas en el suelo vomitaba y otra miraba aterrada, sin moverse, desde el otro lado de la mesa cuadrada.
–¿Qué les dijo? ¿Qué les hizo? -preguntó.
La mujer de rodillas, aun con arcadas, le señaló un pañuelo que estaba encima de la mesa. Aún con olor a trementina y aceite de óleo, contenía una oreja.
Jackes decidió conservarlo. Esa noche, sumergió el contenido del pañuelo en un líquido ámbar.
Gracias a esto, muchos años después, un artista renació.
El del corte en el pulgar se preguntaba qué mecanismo biológico haría que las líneas digitales separadas restablezcan los caminos y se reconformen las huellas.
Hacinados, todos los hombres dormían, desesperaban, defecaban, lloraban por libertad y morían de hambre e infección en esa celda diminuta.
El del corte en el pulgar fue apresado por robar dos kilos de carne. Seguramente moriría ahí, mucho antes de que algún juez se enterara de su existencia.
«Si alguien roba comida y después da la vida, ¿qué hacer? ¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?», se preguntaba el poeta.
«La justicia extrema es extrema injuria. Fabricamos ladrones para luego matarlos», afirmaba el pensador.
El corte en el pulgar se lo había hecho mientras rayaba esas líneas en la pared. Él era todos los hombres: quien lloraba, quien gemía, quien moría y quien rogaba libertad.
Un par de días después el hambre mató al poeta y la infección al pensador. Las huellas desaparecieron.
– Arrepiéntete y confiesa aquí con humildad tus faltas, hijo –dijo el capellán, reconociendo la voz del viejo alcalde del pueblo.
Fue una confesión larga.
Cuando por fin dijo el «vete en paz» se dirigió a su sobria habitación para quitarse de encima la casulla y la estola de color rojo pentecostal. Sentado, se quedó mirando a la pared con un gesto de angustia propia y vergüenza ajena.
– ¿Otra vez vino a confesar sus fechorías políticas en época electoral? –preguntó el joven asistente desde la puerta.
– Otra vez. Y Dios lo perdonó. Otra vez.
El joven ya sabía lo que debía hacer. Cerró la puerta del cuarto, le desamarró el cíngulo que aún colgaba de su cadera y le levantó el alba hasta la desnudez, para aliviarlo un poco del desasosiego que le impedía seguir con su obra de salvación.
Las ilustraciones fueron hechas exclusivamente para este libro por el gran Rafael Andueza, quien generosamente imprimió en él su hermoso trazo y estremecedora sensibilidad. Estoy feliz de contar con él como ilustrador.
Los cuentos fueron editados, recontraeditados, volteados al revés y al derecho y celosamente revisados por la maravillosa escritora Juliana Muñoz Toro, quien también generosamente fungió como editora, dejando unos minutos de lado la escritura de una de sus novelas.
En esta edición los cuentos van sin las notas históricas, que permanecerán en este blog. Si hay algún cuento que sienta que debe tener algo más, seguramente lo tiene: entre a mi blog y búsquelo por su nombre. Seguramente habrá una historia mayor aquí.
La versión impresa estará disponible para su distribución dentro de poco. Paciencia, porfa.
Y este año saldrá otra publicación… mil gracias por llegar hasta aquí.
No imaginas cuánto te extraño, pero lo feliz que me hace saber que estás lejos de este lugar. Tengo hambre, y ahora que llega el otoño, me preparo para tener mucho frío.
Mis heridas no han sanado a pesar de las curaciones de barro y sal que me hace mi compañera de celda. No sabe francés, lo cual hace un poco difícil la comunicación, pero ya hemos logrado hacer nuestra parte de la función sin que se note.
El Conde abre todas las mañanas el zoológico de gente, y disciplinadamente hacemos nuestro papel: vestidas como nativas africanas, bailamos y danzamos dentro de nuestra jaula para hacer las delicias del público.
Tengo hambre.
Ayer, en medio de una de las danzas, perdí una parte del atuendo y un niño gritó horrorizado al ver las heridas putrefactas en mis piernas. El castigo fue dejarme sin comida, quién sabe hasta cuando.
Mi hijo amado, mi Aibu, mi pequeño gigante: cómo te extraño.
Recibí tu nota, y te contesto: no te quedan dos, sino tres. El Conde mencionó a otro involucrado en el complot contra el rey. Tengo su nombre grabado, y sé que es el tercero.
Tengo hambre, me duelen mis heridas, y no sé si estaré para cuando llegues, pero solo saber que estás vivo y consumando el plan me hace tener ganas de vivir. »
Todo esto quería decirle Kubakwa en su carta de respuesta, pero como no sabía escribir ni su compañera de celda sabía suficiente francés, lo único que le pudo responder fue:
“despegarnos del adhesivo social que viene con la queja genera una inercia hacia arriba”Tweet This
“los aparatos de difusión digital privilegian a quien sabe comunicar, no a quien tiene la razón”Tweet This
Quienes nos están liderando actualmente son los que saben quejarse más duro, no quienes tienen las soluciones. Esto, aunque es una constante histórica, en una época de redes sociales en donde las hormigas tienen megáfonos, es peligroso: seguimos a los twitteros más polémicos, pensamos como los columnistas más cáusticos y elegimos a los políticos que más insultan. El liderazgo de la queja es un problema más grande dada la complejidad creciente a la que nos enfrentamos, en donde las soluciones son de una escala que solo pueden bien administradas por especialistas. Justo lo que no estamos haciendo.
Hay una escena en «Volcano» (1997, con Tommy Lee Jones) en donde la doctora Amy Barnes, geóloga experta, salva a un montón de personas asustadas en una calle de Los Angeles (aquí está la escena en el mejor formato que pude conseguir). Hay bolas de magma saliendo disparadas de la tierra y aterrizando en los transeúntes después de volar varios segundos por los cielos. Cuando una explosión anunciaba una bola de fuego de estas, las personas salían corriendo despavoridas. Y aquí entra una líder de verdad: tan pronto suena una de esas explosiones, grita a todos que se queden quietos, que observen la trayectoria de la roca hirviente y que solo cuando sepan a dónde caerá, correr. Tenía el conocimiento, supo cuándo aplicarlo y salvó vidas.
El liderazgo que la conectividad forja fundamenta su valor más en el presagio que en la acción
Por ello, no es raro que cuando un quejoso profesional adquiera poder, no sepa qué hacer con él. No es suficiente con saber que la roca hirviente caerá: es importante advertir dónde y qué hacer.
Protestar y detectar anomalías en los sistemas es uno de los ingredientes del puré que hace líder a un líder, sumado a la capacidad de conectar, distribuir la información e inspirar. Pero como vivir quince años en una cueva no hace geólogo a nadie, las redes que hemos construido privilegian a quien dice serlo y tiene la capacidad de verbalizar molestias:los aparatos de difusión digital privilegian a quien sabe comunicar, no a quien tiene la razón, lo que puede resultar siendo tan dañino como las causas que generaron la indignación que le dio génesis.
Es un liderazgo patógeno: una vez se instala en un huésped, lo daña
Cuando el seguidor empieza a pensar que su problema son los demás, que es el entorno el que está en deuda con él y que la protesta en sí misma es movimiento, no un considerando de la acción, el mérito del descubrimiento de las causas se pierde. Quien detenta esta jefatura termina consumido por la indignación de quienes le siguieron, confirmando la paradoja de la serpiente que se alimenta por semanas de su misma cola, en tanto que crea nuevas reglas en el camino y cimenta su liderazgo en más molestias que su empática personalidad le permitirá prever y acaudillar, como un nuevo Moisés, el mismo que en el Éxodo de la Biblia lidera al pueblo hebreo durante 40 años para llevarlo desde Egipto a la Tierra Prometida, camino que Google Maps dice que se hace en menos de una semana a pié. Las escrituras abrahámicas anuncian así el advenimiento de un liderazgo que vuelve más lento el progreso.
Entonces, ¿a quién seguir?
Para no caer en el contrasentido de quejarnos de quienes se quejan, es importante retomar la posta de quienes hacen.
Revisar con espíritu crítico nuestra inclinación a seguir a este tipo de dirigentes, y analizar, si vamos a decidir seguir a alguien, si cuentan con características mínimas como un inventario de logros, pasión por conectar gente, ganas de elevar el nivel de la conversación, y capacidad de transmitir entusiasmo por la curiosidad y las buenas ideas. En general, una mezcla decente de los rasgos del temperamento hipocrático (algo de colérico, más de flemático, mucho de sanguíneo y necesariamente una pizca de melancólico).
Parece mucho pero no lo es. Lo anterior no es más que la exaltación del espíritu humano, no un decálogo para la perfección, algo que podemos y debemos pedir de quienes decidimos depositar la confianza de nuestro juicio. Como quien logra despegar su mano de una superficie con goma, despegarnos del adhesivo social que viene con la queja genera una inercia hacia arriba, así como despegarnos de un liderazgo pernicioso nos hará más rápido el progreso.
Gritar la salida de lava hirviente de la tierra no es suficiente: hay que indicar el camino. Es lo mínimo que debemos esperar.
En resumen: dado el alto volumen de información que publicamos a diario, no podemos difundirlo sin saturar las redes sociales. Esto nos preocupó durante mucho tiempo, hasta que vimos que el algoritmo que prioriza la información de Facebook hace un trabajo más que decente en entregarle a los usuarios la información en los horarios en que realmente leen nuestro tipo de contenido (y es comprensible, dado que la lecturabilidad es el negocio de ellos y el nuestro).
Además, también cuento un truco que usamos para generar más interacciones con nuestros posts en horas que no lo estamos atendiendo…
En Actualícese re-lanzamos nuestro perfil en Instagram con una idea en mente: dado que es una red en donde lo superfluo se une con lo profundo –en el timeline podemos ver combinadas selfies, fotos de paisajes evocadores y frases de Kant– decidimos darle a nuestros usuarios una forma distinta de actualizarse.
Aquí el orden era lo primordial para darle uniformidad a nuestras historias. Pero esta estrategia solo funciona si hay constancia. Y eso es lo que tenemos en Actualícese, así que así vamos…
(Este es un hilo que inicié en Twitter explicándolo):
A Aibu le llaman «el carnicero de los hugonotes». Nadie sabe a ciencia cierta de dónde proviene, ni de qué forma consiguió la libertad. Es un negro inmenso, implacable y mudo.
Los soldados de la casa francesa de los Valois rumorean sobre su origen, narrando historias del hijo de un gran noble africano que vengaba la muerte de su familia; otras describían a un bebé salvado de las aguas que había crecido como esclavo, hasta que se comió vivos a sus amos; también decían que su madre lo rescató a sus seis años de una playa en donde vivía como animal, y quien lo había enviado a Francia a pelear contra los Montmorency.
Cada leyenda tiene una parte de verdad. Pocas veces se ve un esclavo luchando con tanta decisión. Aibu se ensaña, no tienen piedad, y dicen que le han visto comer entrañas de muerto francés.
Hoy mató a catorce soldados y al condestable de Châtillon, el célebre socio de la casa Lapérouse. Por esto último, le permitieron escoger entre una cena o un mensaje a su casa.
El conflicto que pelea el protagonista está ambientado en las guerras de religión en Europa en el siglo XVI. En ella se usaron esclavos, quienes eran reconocidos por su nula capacidad de lucha: preferían dejarse matar que seguir cautivos.
La ilustración es mía («Kubakwa recibe carta de su hijo») en lápiz.
Delu, la asistente de producción, está enamorada de la prima ballerina de la Compañía de Danza.
Cuando le ajusta las zapatillas de media punta a Akake, se encarga de que las dos cintas de tela se envuelvan bien alrededor del tobillo. Lo hace cuidadosamente en direcciones opuestas, superponiendo una cinta frente a la otra para formar una cruz. Mientras esto se surte, Akake, la bailarina, discute con un pequeño libro blanco en su mano.
–Entonces la traducción estaba mal. El Principito no había domesticado al zorro.
–Es que en el cuento apprivoiser no es domesticar– contesta Delu. –Es cautivar con cariño, hacer de otro tu casa.
Delu pasa una almohadilla de algodón para corregir los excesos de maquillaje, acomoda los cabellos rebeldes y estira un poco el balanchine. Quedan pocos segundos para iniciar. Akake se queda mirando fijamente a Delu:
–Te tengo domesticada–, dice la bailarina con una expresión juguetona.
–Esa no es la palabra, tonta. Y sí, je suis apprivoisée. –contesta Delu sonriendo y dándole un último apretón a la cinta alrededor de la cintura de Akake.
Las notas de Tchaikovski suenan al fondo.
Akake, la prima ballerina, sale al escenario a perseguir a su corazón, que ya estaba bailando con Delu.
Notas:
La ilustración es un boceto mío en acuarela, 210x148mm. Sí, hay algo con la proporción, pero mi novatez aún necesita maduración. 😉
La traducción al español de «domesticar» en El Principito ha sido una bella polémica. El verbo usado por el autor y que le da título a este cuento fue traducido en forma literal al español, pero muchos dicen que la acepción de Antoine de Saint-Exupéry supone una relación mucho más profunda entre el zorro y el Principito.
Gea culpaba al gobierno por el alcoholismo de su papá. Molesta, iba a la tienda de la esquina a pagar la botella con la que embriagaría la tarde.
Su padre jamás trabajó, nunca hizo nada productivo, y lo único reseñable en su vida era hacer parte de la generación perdida, prevista y anunciada por los economistas que diseñaron la transición hacia el impuesto negativo sobre la renta in extremis, en donde el gobierno pagaría el ocio.
Gea era de la tercera generación, en la cual era notable el cambio cultural: hastiados del exceso, los jóvenes sentían inclinación por las ciencias, las artes y las letras; y el espiral descendente ya había tocado fondo. La humanidad recuperaba el camino de la la virtud, la curiosidad y la elevación del espíritu. Tantas décadas de ahorro ahora se veían compensados: «El zeitgeist de la esperanza ya nos habita», decían los ancianos que pudieron alcanzar a ver los frutos de la revolucionaria apuesta hecha por la humanidad.
Aunque previsible, no dejaba de dar lástima la generación perdida, rendida a la pereza y a los placeres por no saber manejar el ocio. Gea lo sabía, por eso compraba el licor resignada, sabiendo que por su padre no había nada por hacer.
Nota: el impuesto negativo sobre la renta (INR) es una teoría económica defendida y modelada por personajes del calibre de Milton Friedman. Algunos filósofos han jugado con la idea de un INR extremo, en el cual se le pagaría a las personas por actividades no productivas, esperando el resurgir de las artes y la curiosidad científica. Mi posición: esto sería posible solo bajo la condición de ahorrar lo que costaría un par de generaciones perdidas, aún no listas culturalmente para el manejo de su ocio. Y habría que ver si «la curiosidad» fuera suficiente motor para la nueva generación restaurada y no la ambición (de poder, de dinero…). Este cuento juega con esa idea.
La forma como percibimos el mundo ha cambiado, y también cómo lo medimos. Para planear, primero medíamos un pedazo de la información que podíamos recolectar y analizábamos. Ahora debemos desaprender todo eso.
Esclavos de la causalidad («cuando X tiende a Y, debo hacer Z»), buscábamos precisión en las muestras de los datos para inferir el futuro, extrapolando sábanas de información que después doblábamos para quitarles las arrugas sin importar cuánto tiempo tomara, y así entregar una manta del tamaño de una servilleta planchada y templada; felices, la usábamos para predecir y proyectar. Y como no teníamos datos, extraíamos muestras, encuestábamos y derivábamos. Si algo salía mal, la causalidad nos mostraba que el error estaba en la muestra; si salía bien, el éxito era la proyección.
Siervos del miedo al error, invertimos millones en mejorar los datos y mejorar los artefactos encuestadores, sin ver que la proyección misma era la que estaba sujeta al error, por una razón tan grande como el mismo concepto de causalidad: por querer ver el detalle, nos volvimos ciegos al entorno. Fue una elección consciente en donde resignamos panorama por precisión. Éramos miopes a propósito, sin poder ver el bosque por estar tan cerca de los árboles.
Pero el análisis de las causas tiene alternativa: se puede reemplazar por el análisis de las correlaciones. Si X cambia, ¿qué tan probable es que Y también lo haga?
Esto no implica solo un cambio en la forma de hacernos las preguntas, sino en la forma como queremos llegar a los resultados. El objetivo deja de ser obtener soluciones más precisas: ahora queremos tener más soluciones.
Los datos masivos, el Big Data, suponen un cambio fundamental en la forma de abordar los problemas. Con ese enfoque damos por supuesto el exceso de información, sabiendo que tendremos más de la que podríamos procesar para encontrar causalidad. Con muchos datos, podemos entrecerrar los ojos, alejarnos un poco del cuadro, y con el desenfoque ocular comenzar a notar patrones manifiestos que antes eran invisibles por nuestra cercanía al problema.
Es como un cuadro impresionista, que visto de cerca solo revela brochazos bruscos y rápidos, pero cuya belleza se devela con la distancia, con el desenfoque. Ni a Van Gogh ni a Monet le preocupaba la precisión del trazo más que la sensación que produjera el motivo pintado; lo importante era la impresión que causara en el espectador (de ahí el nombre del movimiento). Esa impresión del momento es la que puede capturar el ojo entrenado con los datos masivos: desde una prudente distancia ver cómo se forman patrones, cómo las pistas falsas revelan sus sinsalidas y cómo las tendencias se resaltan para generar no una, sino muchas proyecciones.
Dejar de pensar desde la causalidad y enfocarse (o más bien desenfocarse) en las correlaciones viene con un costo: la tolerancia al error y a la inevitabilidad de la imprecisión modal. La estadística y el juego de censos solo servirá para las raras ocasiones en donde no haya datos, y seguro generará frustraciones cuando veamos que si pensamos en términos de «cuando cambia X, hay este porcentaje de probabilidad de que cambie Y» habrá muchos más resultados posibles satisfactorios pero incluso más banderas rojas. Nuestro cerebro adopta con gracia el análisis de las correlaciones porque con él juega todo el día… es la causalidad la que nos hacía doler la cabeza. Ya no es necesario, ya los datos están aquí.
Borges contaba en «Del Rigor en la Ciencia» sobre un imperio en donde habían perfeccionado a tal nivel el arte de la cartografía que habían logrado hacer un mapa detallado, tanto que el tamaño del mapa terminó siendo el del mismo imperio. Con la masiva cantidad de datos del comportamiento humano que estamos coleccionando (y que están recogiendo por nosotros) nuestro mapa del mundo será más grande que el mismo mundo, por lo que la tolerancia a no ver el detalle será compensada por un paisaje impresionante.
Lo que vamos a atestiguar con este cambio de pensamiento será asombroso. Cualquiera lo podrá ver con los ojos entrecerrados.
Notas:
La ilustración es un boceto en acuarela en papel A5 para un cuento que algún día publicaré.
La pintura es «Impresión: Sol Naciente» de Claude Monet, la cual terminó dando nombre al movimiento impresionista.
Horace era guía del Musée d’Orsay. Tenía pésima memoria pero una prodigiosa imaginación.
«En su ‘Casa del ahorcado’ podemos ver cómo el joven Cézanne incorporó tonos lúgubres a la pincelada impresionista, tal vez reflejando el luto por la forma como murió su primo Camille, de lo cual siempre se culpó.
«Cuando el mercader ruso Cheslav Velikanov vio ‘El Ensayo de Danza’, pidió a Edgar Degas que le quitara los colores para poder grabarlo en una de las paredes de su recién construído Teatro Odessa. Nunca le pagó, y por eso Degas reprodujo este ensayo muchas veces en colores para así quitarle valor.
«Pocos saben que Paul Gauguin sufrió de paludismo en su extensa visita a Tahití. Eso afectó su visión, y por ello todos sus pinturas de la época tienen un marcado tono amarillo. En su lecho de muerte, confesaría a su esposa que siempre creyó que el tono era natural.»
Cien años después, los visitantes al museo aún pueden oir las historias de Horace en las guías interactivas. Nadie se pregunta ahora cuál es la historia original.
Esa madrugada la abandonaría mientras ella dormía.
Boca abajo, con la cara sobre la almohada y el cabello desordenado, se le podía escuchar un ronquido pequeñito. Estaba profunda. Él, con su mochila y arrodillado al frente de la cama pasó los dedos por su pierna, delineando su ropa interior, siguiendo por la espalda desnuda. No le tocó la cara para no despertarla.
Se incorporó, desconectó su celular y dejó en la mesa de noche una nota.
«Te dejo todo mi amor. A donde voy no lo quiero; no sin ti. La perpetua espera debe seguir siendo tejida, cantada y narrada. Que nuestra saudade sea sacrificio.»
Le dio una última mirada a Penélope y cerró la puerta.
Notas:
La ilustración es mía, en lápiz y acuarela (21 x 14.8).
Dibujé esta otra también. Y no, no sé cuál me gusta más.
Penélope, la de la espera perpetua, la que tejía todos los días para deshacer el ovillo cada noche y así esperar a su Odiseo, ha sido motivo para juglares y poetas por siglos. Es irresistible.
…porque veo que crees haber encontrado tu felicidad en la contemplación y la claridad de tu mente; y eso es un contrasentido obvio: en la cima de la autoconsciencia está la sima de la imaginación.
Borracho de ella no darás a luz nada que nos pueda alimentar. En la quintaesencia de la serenidad también está la angustia de la anticipación de su fin: la paz está en la cola de un perro que se la persigue y termina aturdido.
Verás: te estás llenando tanto de tí mismo que nos estás dejando sin tí.
Y yo digo que abandones la flema y abraces el ruido, con una estruendosa detonación. Yo digo que sueltes amarras y dirijas tu nave a la tormenta, y dejes que se nuble tu mente y que haya oscuridad y relámpago. Embríagate de otros, de nosotros, de amor y de horror, de poetas muertos y cantores vivos, de humanos y flores.
En este lugar pongo mis notas: ideas de negocio, pensamientos en borrador, pedazos de ensayos, citas a trabajos de otros y pequeños relatos (publicados y sin publicar).
Si le gusta un cuento, por favor cuénteme por algunared social; o si alguna idea de negocios le produce dinero, me debe un café. En eso soy irreductible.
5 Ago 2018
Confesión de un cínico (Intento de)
Eso no sucedió.
Sí sucedió, pero no sabía.
Sí sabía, pero no era tan malo.
Sí era malo, pero no era ilegal.
Sí era ilegal, pero no fue mi culpa.
Recuerden que lo hice por los altos intereses de la nación.
Además, se lo merecían.
Pero como no sucedió.