En la renegociación de términos, pactada cada tres milenios, los dioses y los hombres no llegaron a ningún acuerdo. Los últimos decidieron no ceder en el libre albedrío otorgado en el concilio anterior; por ello los primeros cambiaron, como era su derecho, el mecanismo de la muerte.
Hace dos eras el hombre vivía centenares de años, pero con dioses encarnados. En la última era, con ellos confinados a la bóveda celeste y al tártaro hirviente, el hombre vivía menos pero con arbitrio sobre sí. El mecanismo de muerte era la mera casualidad o la implacable causalidad.
La negativa a ceder fue castigada por los dioses de una forma cruel: el hombre podría dormir solo veinte años desde su nacimiento. Al finalizar ese plazo, cerraría los ojos para no despertar y solo una inmensa nada le esperaría, sin importar si hacía el bien o el mal en los periodos de vigilia.
Como bien se sabe, esto no le salió bien a ninguna de las partes.
Nota:
Según Harari, estamos a pocos años del nacimiento del primer hombre bicentenario, y antes de finalizar el siglo nacerá el primer humano amortal.
Los amortales, a diferencia de los inmortales, pueden morir, pero no a causa de la enfermedad o la edad, sino por heridas fatales o su propia mano. Es que el tema de nuestra longevidad se me hace el resultado de capricho cósmico.
¿Por qué la bioquímica de nuestro deterioro celular nos concede cien años, y no mil?
Este cuento, como varios otros de mi Asalhí, explora otros mecanismos, en un guiño esotérico in extremis, suponiendo que podríamos negociar nuestro mecanismo de muerte. Y esta es mi propuesta…
30 Ago 2016
Del origen del amor
El hombre, completamente desnudo, sigue armando montoncitos de piedras en el río, ajustando cada una hasta crear una pequeña escollera. Con el pasar de los minutos espanta la corriente para empezar una charca cristalina.
Así pasa sus días el hombre de facciones aindiadas, cabello lacio con corte mohicano y el rostro delicadamente pintado con figuras en negro wituk.
Con cada pocito que crea en algún lado del mundo nace un amor y con cada dique vencido vierte una lágrima que hace crecer el río.
Por eso a las charcas que quedan se les llaman, como a los amores serenos, remansos.
Y por las que se deshacen, el río crece, haciendo de su vida una eterna reconstrucción.