En el pianissimo del minueto de la obra de Haydn ella debía abandonar la sala.
Ya estaba ensayado: la vería tomar su oboe, bajarlo de los labios y acercarlo a su pecho al ponerse en pie. Haría una leve venia antes de salir por la puerta posterior del escenario.
La seguirían el contrabajo, algunos violines y la viola. Él, por ser primer violín, debía quedarse hasta el final.
No podía evitar ver de reojo la silla vacía y sentirse un poco vacío él mismo. El público murmuraba en predecible desconcierto.
Ese día, estaba avisado, no la volvería a ver y la obra volvería a estar incompleta, como quería su autor.
Era la partitura la “Sinfonía de los Adioses”.
Hoboken I:45 (variación)
En el pianissimo del minueto de la obra de Haydn, los músicos debían empezar a abandonar la sala.
Ya estaba más que estudiado y ensayado: primero saldría el oboe, haría una venia pequeñita y saldría por la puerta posterior del escenario. Le seguiría el contrabajo, algunos violines y la viola.
Ellos dos, por ser violines de primera silla, debían quedarse hasta el final.
Mientras el público murmuraba en predecible desconcierto, y con casi todos los instrumentos de la orquesta puestos en sus respectivos asientos vacíos, ninguno de los dos se sentía solo.
En la partitura, la «Sinfonía de los Adioses».
Notas:
La Sinfonía No. 45 de Haydn, «Farewell», termina en un adagio en el cual cada músico dejaba de tocar, apagaba la luz de su atril y se iba en orden. Al final, solo quedaban dos violines, uno de los cuales regularmente era el mismo Haydn.
En este pequeño cuento intento recrear una razón para ello.
Está en la página 69 de mi Asalhí.
La ilustración fue hecha exclusivamente para este cuento por el artista chileno Rafael Andueza.
Algo curioso: apenas escribí este cuento, publiqué el borrador en mi cuenta de Twitter, y justo al día siguiente ocurrió un terrible accidente en tren en una población con el mismo nombre en New Jersey. Fue muy raro advertir esa coincidencia. Si sigue leyendo, verá el porqué de lo extraño.
¿Por qué «Hoboken I:45»?
Una tarde cualquiera oía distraídamente un playlist de Frank Sinatra, quien nació en Hoboken, una población de cincuenta mil habitantes a la orilla del Hudson, en el área metropolitana de New York.
Cuando caí en cuenta que no sabía nada de ese lugar, investigué. Y por cosas de la homonimia y una confusión guglear, descubrí que había un personaje llamado Anthony van Hoboken, musicólogo holandés que trabajó en una nomenclatura de clasificación de obras musicales distinto al esquema cronológico tradicional. Pues don Anthony era versado en la obra del compositor austriaco Joseph Haydn, quien compuso la Sinfonía de los Adioses en 1772, la cual presencié recreada en una sala de concierto de mi ciudad (honestamente no recuerdo qué banda la interpretó).
En la partitura original está escrito, a mano, «Hoboken I:45». La I indica que es una sinfonía.
Y bueno, fue una vuelta maravillosa: de un músico excepcional (Sinatra), mi paseo incluyó un nuevo lugar, un musicólogo desconocido, un compositor inmenso y una obra que, sin ser la mejor del austriaco, dio pie para dibujarle un trazo imaginario. Y ahora resulta que también un gato está involucrado.
27 Jul 2017
Ubi sunt
Durán era el herrero encargado de reemplazar las herramientas de los albañiles que construían el lado norte de la catedral. Ni en Estorga ni en lugar alguno de la Maragatería había alguno tan habilidoso desde que el cambio de siglo lo dejó sin competencia, aniquilando a los dos maestros forjadores con un ántrax maligno que se llevó a un cuarto de la población de León. De su profesión, solo quedó un ayudante mudo, Froilán.
Durán lamentaba cada día los tiempos que le habían tocado, porque sabia que siempre antes había sido mejor. Hacía ya un par de siglos había cambiado el milenio, y ninguna de las promesas de los santos ni de los demonios se había materializado; ni el Jesús del Gólgota había renacido para acabar la iniquidad, ni el Lucero del Alba venía a reclamar su reino en medio de la corrupción de aquellos días.
Mientras fraguaba el molde para el fuste de alguna columna, se quejaba:
– Dime Froilán, después de todos estos años, de las revoluciones aplastadas y de tanto opresor triunfante, ¿dónde está el que nos eximiría de los reinos temporales y que según Él fracturaría la iniquidad? ¿a dónde fueron las promesas de vaciar de sangre los libelos del poder a nosotros los pobres?
Durán podía ser dramático en su queja. Mientras el mudo descargaba un martillo sobre un yunque al rojo vivo, continuaba:
–Si el dolor de los pobres es solo una mueca fatua para el noble, ¿qué podemos esperar de más altos poderes, sean divinos o malignos? ¿para qué la fe, sino para alimentar vanidades y al poder? ¿qué esperan para venir a reclamar su reino quienes supuestamente se alimentan de nuestra oración, ah?
De pronto, el ayudante mudo habló:
– Solo debes tener paciencia. Aquí estoy, esperando mi tiempo, arrastrándome en los sótanos de las catedrales, guardándome para el tiempo en que recibas lo que bien has merecido.
– ¡Cállate, diablo, vuelve al fuego y déjame seguir hablando con el muchacho! –gritó Durán, ya advertido por los sacerdotes exorcistas de la firmeza con la que debía hablar a esos entes cuando se manifestaban en el muchacho.
El diablo dejó mudo otra vez a Froilán y siguió esperando su tiempo. Poco menos de un milenio después, bajo los cimientos de esa misma columna maragata, salió al mundo en la forma menos esperada.
Notas: