8 Jun 2016
Manejar ebrio: good call
El agente de policía respondió al llamado cuando le asignaron el accidente de la calle 42. Al llegar vio un auto destrozado con su única víctima fatal, el conductor, sosteniendo en la mano derecha una botella de alcohol.
Que salió hace unos minutos del bar de la esquina… que armó una pelea… que es vecino de la zona… que perdió su empleo hace años y vive del seguro… parece que se llama F… es una escoria social… pobre niña que lo espera en casa. Esos y algunos más fueron los testimonios que recogió el agente. Decidió que su lugar no era ahí, y se dirigió a la dirección del muerto.
“Ábreme, nena”, dijo el agente a la pequeña niña, hija del occiso. La casa estaba en ruinas, con basura hasta cincuenta centímetros del suelo; la niña, de unos seis años, se abrió paso entre la suciedad para abrir la puerta. Su cara tenía moretones. Evidentemente, estaba desnutrida.
Era increíble, pensó el agente, que borracho como estaba, F había tomado la mejor decisión para él y para su hija al salir a conducir en su estado esa noche.
19 Jun 2016
Lapérouse
Ciento cuarenta y cuatro personas sobrevivieron a la tormenta que hundió al Lapérouse. De ellos, sesenta y dos eran esclavos africanos recién negociados (“al mejor precio que Francia ha conseguido en su historia”, alardeaba Jean Galaup, su capitán).
La Île de la Jambose, como le llamaron por el único árbol y vestigio de verde que había en sus tres mil metros cuadrados, dio alimento, sombra y sepulcro a sus habitantes. Los primeros tuvieron la fortuna de ser enterrados entre las raíces sobresalientes; otros fueron arrojados al mar, y los últimos fueron devorados por sus ahora salvajes moradores.
Quedaban veintidos cuando llegó el mismísimo Conde de Lapérouse a rescatarlos, tras dos años de búsqueda de su más preciado navío y su valioso cargamento de carne humana cautiva, del cual solo quedaba Kubakwa, una esclava que servía de depositario de simiente de veinte hombres urgentes y abatidos, y Aibu, un crío de cien padres casi todos muertos ya.
Sin alegría, subieron al navío que los regresaría a casa. A Kubakwa la dejaron debajo del árbol de pomarrosa y a Aibu lo lanzaron al segundo día por la borda.
De ciento cuarenta y cuatro personas, veinte sobrevivieron, pero ninguno con rastros de humanidad.
Kubakwa y Aibu se volverían a ver seis años después, pero esa es otra historia.
Nota: hay una segunda parte.