Síndrome del Impostor

La crítica es el primer impulso al que cedemos cuando alguien nuevo irrumpe.

La disfrazamos de crítica constructiva si nos levantamos amables ese dia.

Nos burlamos o le tratamos con desdén, si es un dia malo.

Hay un tercero, que es menos humano y más sistémico: ridiculizar al sistema que permitió emerger al novato.

El Síndrome del Impostor está bien fundamentado: quienes se novician una tarea no son bien tratados por parte de sus mejores. La experiencia, en los tiempos del bigdata, se vuelve obsoleta.

¿Cómo va a haber mejores cosas si ansiamos la destrucción del disruptor?

La caridad como principio. Palabras amables, ánimo a no desfallecer. Si es imposible disimular el disgusto, un elegante «mi cerebro aún no asimila lo que me muestras, pero me encanta que suceda». Les damos así el espacio para crecer, para que dejen de ser principantes.

La confianza en uno mismo (lo que destruye el síndrome del impostor) es resultado del crecimiento, no una causa. La caridad y la empatía estimulan el crecimiento.

La crítica y el desdén posiblemente no desaparecerán porque humanos somos y la crueldad viene en este imperfecto ADN. Pero la promoción (no la ridiculización) del sistema estimulará a que haya más principiantes que desertores.

Los principiantes a la segunda van a dejar de serlo. Pero los desertores es muy probable que se quedan así después de una crítica mal hecha.

Tal vez por eso es que estamos tan llenos de desertores que se creyeron alguna vez impostores.