No caemos en cuenta de su existencia pero son los culpables del avance del flujo de la información que ha dinamizado los mercados. Y no son nuevos: los asirios etiquetaban sus tablillas de barro tal como lo hacen hoy los youtubers con sus videos.
Ahora es fácil encontrar cosas en línea porque podemos filtrar, ordenar y depurar. En alguna parte de nuestra historia nos pusimos de acuerdo en tallas de camisas, estrellas de hoteles, clasificaciones de películas y otro sin fin de formas de clasificar las cosas que buscamos.
Eso son los metadatos: información sobre la información. Los mercados necesitaban más referencias que el precio sobre la intercambiabilidad de un bien o servicio, y no servía en prosa ni poesía: se necesitaba una taxonomía que fuera concertada entre los ofertantes del mismo mercado. Necesitábamos más datos sobre los bienes: disponibilidad, si comprar más rebajaba el precio, si venía en un color u otro.
Los mercados ahora son ricos en información debido a esos consensos, ontologías convenidas entre competidores para poder competir mejor que beneficiaron enormemente a los mercados y fueron piedra fundacional del crecimiento de los flujos de datos masivos (que no flujos masivos de datos, que necesitan ser distinguidos porque los primeros hablan de la escala de la información, y los segundos de la escala de la transmisión).
La eficiencia de los mercados está ligada a la existencia de esas ontologías, aunque no nos debamos preocupar por ellas porque serán (¿son?) mantenidas por los algoritmos de aprendizaje profundo diseñados con el objetivo específico de hacer coincidir el lenguaje humano de los demandantes con los metadatos alimentados por los ofertantes.
La calidad de la información que se nos presenta ahora en servicios financieros, viajes, librerías o streaming es por los metadatos. El salto en eficiencia de los sectores que ya están acordando ontologías (agroindustria, banca de primer piso, contabilidad, servicios profesionales, por nombrar los primeros que se me vienen a la mente) será masivo una vez se pongan de acuerdo y abandonen el caos orgánico.
Con la atención que les corresponde, la marcación y etiquetado de los metadatos hará que haya orden en el flujo de información, dándonos el chance de darle una mirada a otro pedazo del caos que queramos resolver.
13 Oct 2022
Cincuenta y seis noventa y seis cuatro
Hace unos años asistía a una tía septuagenaria a abrir una cuenta en línea. Dudaba de todo: de su número de celular, de su correo electrónico (tuve que crearle uno) y hasta de su número de identificación.
Cuando llegó el momento de preguntarle qué clave usaría no tuvo dudas. Me la dio de un tirón, lo cual era muy extraño, dadas sus dudas anteriores.
Unos días después mi primo (el hijo de mi tía) me preguntó la clave para asistirla él. Cuando se la dije, exclamó: «¡es la misma mía!».
Meses después, en medio de risas en una reunión familiar descubrimos que esa misma clave era usada, sin ponerse de acuerdo, por más de cinco integrantes de la familia. Todos sabíamos por qué: era el número telefónico de la casa de la abuela.
Una suerte de seguridad ontológica que se manifiesta en algo obvio, pero ofuscado.
El número que titula esta nota es compartido por miles de jóvenes adultos, y ya es un fenómeno informático que ha sido asumido con seriedad; de hecho, ya pocos sitios en línea lo admiten como contraseña. La razón es un poco más aleatoria.
En un mundo tan obsesionado con la seguridad, parece que nos da tranquilidad esconder nuestros secretos a plena luz.